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Investigación en Comunicación Interespecies

En las fronteras difusas donde la comunicación, esa telaraña invisible, se estira entre estructuras biológicas tan diversas como las galaxias y las microbios, la investigación en comunicación interespecies se asemeja a una danza caótica con pasos que aún no comprenden del todo sus propios ritmos. Es como intentar descifrar un código Morse escrito en movimientos de sombra proyectados en una pared de caverna que no termina de revelarse, donde cada especie habla su propio dialecto de crujidos, feromonas o migajas de gestos, pero ninguna habla en un idioma universal que los humanos puedan entender sin traducir con algoritmos que parecen tener la misma lógica que un eclipse procesado al revés.

Uno de los casos más fascinantes ocurrió en un pequeño laboratorio en los Andes, donde un equipo de científicos intentó establecer un diálogo con los zorros árticos mediante patrones de luz y sonido, en un intento de traducir sus miradas en algo parecido a preguntas y respuestas. Lo que empezó como un experimento de comunicación simple, se convirtió en un pugilato de interpretaciones, en el que cada movimiento de los zorros parecía una respuesta a un código no escuchado, o quizás una pista desesperada por escapar del lenguaje humano fragmentado. En ese escenario, la frontera entre la ciencia y la magia se difuminó, dejando solo preguntas en su lugar: ¿es posible que estas criaturas sientan lo que nosotros queremos transmitir o simplemente están jugando a un juego que desconocen?

No es especialmente raro que los investigadores se encuentren con fenómenos que desafían toda lógica, como en la historia de un perro callejero en un barrio marginal de Tokio que, mediante una serie de ajustes en un sistema de reconocimiento de patrones, logró activar una especie de 'puente' con un equipo de comunicación humano-máquina. Lejos de ser un simple experimento técnico, aquel perro parecía estar ejecutando una especie de ballet de interpretaciones, en el que cada ladrido, cada postura, era una palabra cargada de metáforas y silencios. La realidad se convirtió en una especie de rompecabezas del tamaño de un planeta, donde quizás no existan piezas definitivas, solo fragmentos que se ajustan y se escapan a la vez.

Como si las especies custodiaran su propio diccionario de secretos, la investigación en comunicación interespecies está cada vez más interesada en crear modelos híbridos, donde máquinas y seres vivos comparten un espacio común de signos y símbolos. Pero, en ese intento, surgen cuestiones que parecen filosóficas, aún cuando tienen una carga práctica brutal: si un pulpo puede aprender a manipular un joystick en una urna de cristal, ¿estamos acaso frente a una forma de idioma que transcendería las limitaciones de la piel y los órganos sensoriales humanos? ¿Es esa una nueva forma de alfabetización que no necesita letras, solo gestos en un espacio donde la lógica humana se vuelve un susurro, una huida descontrolada?

Investigadores en Siberia han documentado cómo las manadas de lobos, mediante ciertas vocalizaciones, parecen negociar territorios, alianzas y hasta momentos de caza con una precisión milimétrica, como si cada orden fuese un fragmento de un código ancestral que aún no logramos traducir del todo. En ese sentido, la comunicación interespecies se asemeja a un idioma arcano que, por alguna razón, resuena en las fibras de nuestro propio ADN, como si hubiéramos olvidado la gramática de un idioma que una vez fue nuestro código original. La tarea de descifrar estas conexiones nos hace preguntarnos si, en realidad, no estamos intentando volver a escuchar esa lengua perdida, en la que cada ser fue una nota de una sinfonía universal que todavía no hemos aprendido a escuchar en su totalidad.

Un suceso notable en 2020, cuando un equipo de etólogos en África logró registrar un canto de ballenas que parecía responder a las llamadas de un grupo de ojos humanos cubiertos de oxidación, desveló una especie de diálogo encriptado. La dificultad radica en que no hay un diccionario predefinido, solo ecos y reverberaciones que parecen bailar en el aire y en el mar, como si la naturaleza hubiera creado un código musical propio, más antiguo que cualquier teoría de la comunicación que inventamos. Esa sinfonía involucra herramientas que escapan a toda lógica de análisis, y quienes estudian estos fenómenos se preguntan si acaso la verdadera clave no reside en dejarnos arrullar por esa melodía, en tiempo real, y dejar que la comunicación entre especies nos aplaste el ego y nos obligue a reinventar la lengua, ahora que la caja de Pandora de la interacción interespecies empieza a abrirse con retumbantes acordeones de significados potenciales.