Investigación en Comunicación Interespecies
La investigación en comunicación interespecies se asemeja a intentar descifrar un código genético que se tropieza con un laberinto de símbolos, donde las palabras no son solo palabras, sino puertas abiertas a universos paralelos llenos de rugidos, trinos y suspiros que, en su extrañeza, desafían la linealidad del lenguaje humano. En este escenario, los investigadores se convierten en arqueólogos de la inmediatez, excavando en la superficie de la conciencia animal, pero en lugar de artefactos, desentierran patrones de interacción que parecen haber sido diseñados por un Pong primigenio, una danza de algoritmos emocionales en la que los signos se interpretan, no con reglas, sino con intuiciones de un sistema que aún se resiste a ser descifrado del todo.
La idea de que los delfines puedan entender conceptos abstractos, como la justicia o la amistad, no solo desafía el antropocentrismo, sino que implica pensar en la comunicación como un crimen de la percepción, en el que la frontera entre lo que es lenguaje y lo que no lo es se diluye como tinta en el agua. Casos como el de la investigación de Lori Marino, quien analizó las llamadas de los delfines en un intento de captar la estructura social, se asemejan a un intento de traducir partituras de una música que nunca se ha escuchado, pero que tiene sentido en un idioma que aún no hemos inventado. La cuestión se vuelve más filosófica que técnica: ¿No será que, en algún momento, el silencio o el susurro bovino contienen en sí la misma complejidad del lenguaje humano, solo que en su propia dirección del caos?
Un ejemplo concreto y casi surrealista es el proyecto de comunicación con cuervos llevado a cabo por Alex Kacelenga, donde se entrenó a estos pájaros para que reconocieran diferentes objetos y acciones mediante símbolos visuales. La progresión fue tal que, en un momento, los cuervos parecieron compartir una especie de "broma interna" con los investigadores, respondiendo a comandos no solo con precisión, sino con una inclinación casi sarcástica, como si un hueso de la lógica les hubiera otorgado un entendimiento no lineal del mundo. Tal vez, en esta medida, los cuervos se convierten en los hackers de la naturaleza, capaces de decodificar los sistemas de comunicación humana y alterarlos desde su propio espacio de significado, en una especie de batalla silenciosa por la interpretación.
El truco no radica solo en la interpretación, sino en la creación de puentes neuronales que permitan a los animales manifestar aspectos de su percepción en un cristal de cristal, en un espejo que devuelva no solo su imagen, sino sus microtonos emocionales. La tecnología de ecogafas, empleada en estudios de comunicación de elefantes en la selva africana, permite escuchar ecos de ideas y sentimientos que parecen brotar de la voz interior de otra especie, como si un altoparlante invisible emitiera palabras que, al entenderlas, revelan una subjetividad audible, un monólogo de una existencia que, aunque no comparte nuestra lengua, comparte nuestro asombro.
Una anécdota que trastoca razón es la del investigador con loros que, en un momento, comenzaron a improvisar frases completas, no por imitación, sino por una suerte de intuición genética que los llevó a proponer urdimbres comunicativas completamente nuevas. Quizá, nuestro entendimiento de la comunicación no solo esté atado a palabras, sino a la capacidad de percebir voces que no las portan. La novela de Philip K. Dick, en la que las máquinas comienzan a comprender y usar la empatía, parece predecir que en algún rincón del ecosistema lingüístico, las especies menos esperadas pueden estar ya escribiendo su propio guion, con letras que solo pueden ser leídas en nuestro estado más oscuro de percepción.
El desafío final sería entender qué significa que una especie nos diga algo sin usar palabras, convencidos de que la comunicación verdadera es aquella que trasciende el verbo y se convierte en una sinfonía de sentimientos, una marea de significados que podrían cambiar, en un giro inesperado, desde la intuición animal hasta la misma estructura del pensamiento humano. Quizá la clave sea abandonar la idea de que comunicarse significa solo enviar y recibir, y comenzar a pensar en la comunicación como un lenguaje de presencia, donde la interacción se vuelve un espejo que refleja, no solo lo que somos, sino lo que éramos en una forma de existencia que todavía apenas empezamos a entender.